Clara Aurora


Clara Aurora

Cuento original de SALVA

Ilustraciones de SALVA

Inscrito en el Registro General de la Propiedad Intelectual



I. La petición de la princesa

Hace ya mucho tiempo y en un país muy lejano, vivían un rey, una reina y la preciosa hija de ambos: una niña tan blanca y sonrosada que al nacer le pusieron por nombre Clara Aurora. Como sólo tuvieron esta hija, la pequeña fue creciendo en medio de grandes atenciones, convirtiéndose en una criatura mimada y caprichosa.
Los años pasaron y Clara Aurora creció hasta transformarse en una hermosa joven cuya belleza se hizo famosa en todos los reinos colindantes. Sus padres decidieron que había llegado el momento de prometerla en matrimonio con alguno de los príncipes de los reinos vecinos; a tal efecto, organizaron una gran fiesta e invitaron a ella a todos los príncipes que pudieron hallar en su lista de conocidos.
El día señalado se presentaron en el palacio un gran número de jóvenes príncipes, atraídos por la fama de la belleza de la princesa. La madre de Clara Aurora pidió a ésta que ella misma seleccionase como esposo a uno de aquellos príncipes. Entonces, la princesa contestó: «Me casaré con aquel que sea capaz de traerme un espejo en el que, al mirarme, pueda ver su cara reflejada junto a la mía.»






II. Una fiesta en palacio

La reina se quedó muy alarmada por aquella extravagancia de su hija y corrió a comunicarle a su marido la condición impuesta por Clara Aurora a su futuro pretendiente.
«No te preocupes, ‑ dijo el rey ‑ voy a hablar con los consejeros del reino para averiguar que piensan de esta condición.»
El rey reunió urgentemente el consejo del reino y les hizo saber la condición que quería imponer su hija para elegir un pretendiente. Al principio, se organizó un gran revuelo; pero en medio de la confusión, un anciano consejero pidió silencio y poniéndose en pie, dijo:
«En el libro más antiguo de mi biblioteca, se cuenta que existe, en algún lugar, un raro mineral que tiene la facultad de captar las radiaciones de las almas gemelas, de forma que si se funde para hacer con él un espejo, ese espejo siempre refleja, no sólo la cara del que se mira en él, sino la cara de la persona amada.»
Se hizo un silencio sepulcral en la sala. Finalmente, el rey rompió el silencio y dijo: «Si eso es cierto, no veo ningún inconveniente en aceptar la condición de mi hija para elegir pretendiente.» Y ordenó que la condición se pregonara a los cuatro vientos; prosiguiendo luego con una gran fiesta, en medio de la alegría general.

 

III. La partida de los caballeros

 Finalizada la fiesta, todos los príncipes partieron en diferentes direcciones, con semblantes preocupados, pero con la ilusión de poder superar la difícil condición que Clara Aurora había impuesto para otorgar su mano a alguno de ellos.
Realmente, sólo dos de los candidatos tenían verdaderas posibilidades de superar la prueba. Uno de ellos era el príncipe Niebla, del Reino de las Brumas, el cual era hijo de una maga llamada la Reina de la Tormenta. El otro era el príncipe Enebro, hijo del Rey de la Selva Impenetrable, porque verdaderamente amaba a la princesa y era, en efecto, su alma gemela; pero para ello tenía que encontrar el espejo que ella pedía.

IV. El príncipe Niebla

El príncipe Niebla volvió al palacio de su madre, la Reina de la Tormenta, y le contó todo lo sucedido. La Reina de la Tormenta quería a toda costa que su hijo se casara con Clara Aurora, porque eso satisfacía su insaciable ambición y por ello le dijo: «No te preocupes, hijo mío, ese espejo pronto será tuyo. Solo tienes que hacer todo lo que yo te diga.»
Así pues, la reina ordenó a su hijo que partiera hacia los Montes de la Luna, siguiendo el camino trazado en un mapa mágico que siempre señalaba en él la posición de quien lo consultaba. El mapa indicaba también la posición de muchos tesoros escondidos, cuyo descubrimiento era prácticamente imposible sin su preciosa  ayuda.
Los Montes de la Luna estaban en un lugar muy lejano y para llegar hasta ellos era preciso atravesar un extenso territorio plagado de peligros; para ayudar a su hijo, la Reina de la Tormenta le dio una capa que tenía la virtud de hacer invisible a quien se cubriese con ella. Por último, le dijo que una vez que llegara a los Montes de la Luna, y con la ayuda del mapa que le había dado, localizara el Lago del Silencio y que recogiera en una bolsa una pequeña cantidad del barro de sus orillas, ya que allí estaba contenida la sustancia necesaria para la fabricación del espejo. Una vez que todo estuvo dispuesto para la marcha, el príncipe Niebla se despidió de su madre y partió en busca del preciado mineral.
El príncipe Niebla partió con una gran ventaja sobre el príncipe Enebro; pero llegar a los Montes de la Luna no era una tarea fácil. Ya hemos dicho que para alcanzar este lugar era preciso superar grandes obstáculos; no obstante, el mapa  y la capa mágica que el príncipe poseía le resultaron de gran utilidad para hacer el camino más fácil; por lo que al cabo de algunos días se encontró a los pies de los Montes de la Luna. No le costó mucho trabajo encontrar el Lago del Silencio y tal como le había dicho su madre, recogió una cierta cantidad de lodo de la orilla; el suficiente para fabricar el espejo que necesitaba. Una vez hecho esto regresó por el mismo camino que había venido.

V. Enebro perdido en el Laberinto Verde

Por su parte, el príncipe Enebro no sabía hacia donde dirigir sus pasos, así que vagaba sin rumbo fijo por un bosque desconocido, en espera de que el destino le mostrase los pasos a seguir para conseguir su objetivo. De pronto, le pareció que los árboles y arbustos que le rodeaban tenían el aspecto de un laberinto, por lo que al poco rato de cabalgar por allí, tuvo la sensación de estar completamente perdido; así que bajó del caballo y se sentó al pie de un árbol a reflexionar, mientras permitía que su caballo descansase.
Como él también estaba muy cansado, se quedó dormido. Al cabo de un tiempo, el murmullo de gente que se acercaba lo despertó. Cuando abrió los ojos vio ante sí a un grupo de personas vestidas todas con un hábito oscuro como si fueran monjes. Estaba tan perplejo que no sabía que decir, por lo que uno de aquellos personajes, viendo su aturdimiento, le dijo: «No tengas miedo, estás en un lugar llamado El Laberinto Verde; nadie puede salir de aquí sin nuestra ayuda; para conseguirla, tienes que pagar un precio: debes contarnos tu historia. En el centro del laberinto hay un monasterio y en el monasterio hay una biblioteca, compuesta por los ejemplares que nosotros mismos escribimos con las historias de los que se pierden aquí, que son muchos. Hace ya muchos siglos que este lugar existe, por lo que puedes imaginarte la cantidad de historias que tenemos recopiladas. Si vienes con nosotros al monasterio y nos cuentas tu historia, podrás consultar nuestros libros, te proporcionaremos descanso, alimento, pertrechos útiles para tu viaje y te mostraremos la salida de este lugar; si no, te abandonaremos a tu suerte y lo más probable es que nunca consigas salir de aquí.»

VI. La biblioteca del Laberinto Verde

El príncipe pensó que lo más sensato era hacer lo que le proponían, así que se marchó con ellos al monasterio, dispuesto a contar su historia. Tal como le habían prometido, le facilitaron un amplio aposento donde pudo descansar y le invitaron a comer  con ellos en un inmenso refectorio, luego llegó el momento de contar su historia. Se reunieron en una gran sala en torno a una gran mesa; mientras hablaba, todos guardaban silencio y algunos de ellos anotaban lo que decía cuidadosamente. Cuando terminó, el monje que presidía la mesa le dijo: «Te damos las gracias por habernos contado tu historia, ahora puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que quieras, ya no te molestaremos más; además, si lo deseas, puedes entrar en nuestra biblioteca, que está tras aquella puerta, y consultar todos nuestros libros con entera libertad. Tal vez encuentres lo que necesitas saber.»       
Así fue como Enebro tuvo acceso a la vieja biblioteca del monasterio y pudo enterarse, a través de las páginas de sus gruesos libros, de la existencia de los Montes de la Luna, dl Lago del Silencio y del extraño mineral llamado Plata Lunar contenido en el lodo de sus orillas, con el cual era posible realizar espejos de propiedades maravillosas, como el exigido por la princesa Clara Aurora a su futuro pretendiente.
Una vez que supo todo lo que precisaba saber, no encontró ningún motivo para permanecer ni un día más en aquel lugar, así que con la ayuda de los monjes abandonó el laberinto y se encaminó hacia los Montes de la Luna.
Así pues, Enebro prosiguió su camino, aprovechando los descansos para inspeccionar las cosas que los monjes le habían entregado en el momento de su despedida. Todos le dieron algo: unos alimentos, otros agua, algunos le dieron objetos aparentemente superfluos;  pero todos le dijeron que no hiciera caso de la apariencia de las cosas, ya que tarde o temprano descubriría la utilidad de aquellos objetos. Por el momento, se preguntaba que podría hacer con un lápiz rojo, un pañuelo verde, una piedra azul y una pequeña caja de madera. Por consiguiente, se contentó con guardar todos los objetos en la caja de madera y poner ésta dentro de su bolsa de viaje.

 

VII. El Desfiladero del Infinito

El camino le llevaba ahora por un estrecho desfiladero, amurallado a ambos lados por farallones de piedra de altura descomunal. En medio del desfiladero se encontró a un anciano sentado en una roca. Le preguntó si aquel desfiladero conducía hacia los Montes de la Luna. «Tal vez sí o tal vez no ‑ respondió el anciano ‑. Este desfiladero te conducirá al sitio que tu marques sobre este mapa  que te muestro. Para ello deberás utilizar un lápiz rojo. Si no tienes un lápiz rojo, deberás regresar por donde has venido;  porque el desfiladero, si no le marcas un destino, se pierde en el infinito.»


Enebro comprendió entonces la importancia del lápiz rojo que le había regalado uno de los monjes; haciendo uso del lápiz trazó una línea roja sobre el mapa, desde el punto señalado como Desfiladero del Infinito hasta una mancha alargada en la que se leía: Montes de la Luna; luego se despidió del anciano y siguió su camino.
El desfiladero serpenteaba y se perdía entre montañas inaccesibles. Enebro llegó a pensar que la línea roja que había trazado en el mapa no había servido para nada y que en realidad el desfiladero conducía al infinito. Al cabo de algunos días, sus provisiones se habían agotado por completo y su caballo y él mismo estaban desesperados y exhaustos. La noche del quinto
día les sorprendió realmente agotados; se dejó caer del caballo y casi de inmediato se quedó dormido al abrigo de una inmensa roca que sobresalía de una de las paredes del desfiladero.

VIII. os Montes de la Luna

Cuando abrió los ojos, observó con asombro que a pocos metros de donde estaba, el desfiladero se abría para dar paso a un valle fértil, al otro lado del cual se recortaba una cadena de montañas que, sin duda, eran ya los Montes de la Luna.
Aquel valle le resultó muy útil para recuperar las fuerzas perdidas, puesto que estaba transitado por un río y sus orillas, cubiertas de vegetación, albergaban caza abundante, así como algunos frutos comestibles y pasto fresco para su caballo.
Finalmente, se encontró al pie de los Montes de la Luna. El problema era ahora encontrar el Lago del Silencio. Sabía que estaba en alguna parte de aquellas montañas, pero no había visto su localización exacta en ninguno de los mapas que había consultado; ni siquiera en el del anciano del desfiladero. Sin embargo, mientras descansaba en el valle, junto al río, revisando su equipaje, había podido comprobar que la piedra azul, que uno de los monjes le había regalado, brillaba mucho más cuando estaba cerca del agua que cuando se alejaba de ella; de hecho en el desfiladero, donde el agua era escasa, recordaba que su aspecto era el de un pedrusco completamente opaco, mientras que ahora, junto al agua del río, era de un azul tan intenso, brillante y transparente que semejaba un zafiro. Aquello le hizo pensar que al adentrarse en los Montes de la Luna, bien podría dejarse guiar por la piedra, pues el brillo de ésta le diría si había agua en alguna parte de aquellas desoladas montañas.




IX. El Lago del Silencio

Al principio, comenzó a moverse sin rumbo fijo, cambiando de dirección cada rato y observando las variaciones de color de la piedra. Pasaron horas hasta que comenzó a notar un ligero cambio de matiz. Dirigiendo su caballo hacia el norte, comprobó como, lentamente, la piedra comenzó a transformar su apariencia de color, brillo y transparencia, semejando cada vez más un precioso zafiro. Finalmente, tras una loma, se encontró con un pequeño valle en cuyo fondo había un lago, cuyas tranquilas aguas reflejaban el purísimo azul del cielo. Por alguna extraña circunstancia, le pareció que reinaba allí un silencio absoluto: no se oía el canto de los pájaros, ni una brizna de viento, ni siquiera el chasquido de una rama al ser aplastada por los cascos de su caballo.
Aquel era sin duda el Lago del Silencio, se acercó a la orilla y mientras su caballo bebía agua, recogió en una bolsa una cierta cantidad de lodo de la orilla; una vez hecho esto, satisfecho de su suerte, tomó parte del alimento que llevaba en las alforjas de su caballo y se dispuso a descansar hasta el día siguiente al amanecer, momento en que pensaba comenzar el viaje de vuelta a su casa.




X. De vuelta a casa

Al día siguiente, emprendió el viaje de regreso, tal como había planeado. La vuelta le resultó mucho más fácil, porque ya conocía el camino y la forma de recorrerlo. Finalmente, al cabo de varios días divisó su palacio, situado al borde de la Selva Impenetrable. Con el paso lento y cansado de su caballo, se acercó a la entrada, que le fue franqueada inmediatamente, al ser reconocido por la guardia de palacio.
Su anciano padre salió a recibirle lleno de alegría, diciéndole: «¿Cómo has tardado tanto tiempo en regresar, hijo mío? Hace varios meses que te marchaste y no hemos tenido ninguna noticia tuya en todo este tiempo. Tu madre ha caído en una profunda depresión porque te creía muerto, según los rumores que hasta aquí llegaban. Tu regreso le devolverá la salud; ya sabe que has llegado y te espera en sus aposentos. Ve a verla inmediatamente.»
Pero la alegría de sus padres, familiares y amigos no pudo paliar la desilusión que le produjo saber que uno de sus adversarios, el príncipe Niebla, hacía ya tiempo que había regresado y entregado a la princesa Clara Aurora un ejemplar del espejo que había solicitado como prueba a sus pretendientes, así como un sinfín de objetos valiosos traídos de su viaje. En toda la comarca se daba por hecha la boda e incluso algunos pretendían conocer ya la fecha del fausto acontecimiento.


XI. El espejo mágico

El príncipe Enebro ni siquiera sabía que hacer con la bolsa de mineral que había recogido en los Montes de la Luna. ¿Quién sabría hacer un espejo como el que Clara Aurora pedía con aquella sustancia? A pesar de su desesperación, entregó el mineral al vidriero de palacio y le encargó que hiciera un espejo utilizando para ello el material que la bolsa contenía. El vidriero se puso manos a la obra y al día siguiente le entregó un bonito espejo redondo con un precioso mango de plata.
El príncipe ni siquiera se atrevía a mirarse en aquel espejo. ¿Habrían servido para algo todos sus esfuerzos? ¿Sería aquel realmente un espejo mágico, o sería simplemente un espejo como todos los demás? Y aunque así fuera, ¿no sería ya demasiado tarde para entregar el espejo a Clara Aurora?
Finalmente, armándose de valor, tomó el espejo con resolución y lo puso frente a su rostro. Al principio, vio su cara nítidamente reflejada en el espejo y nada más. Aparte de ser un espejo de excelente calidad, parecía un espejo tan vulgar como cualquier otro. A punto estuvo de estrellarlo contra la pared. Luego pensó en Clara Aurora y lo hermoso que sería ver su cara allí reflejada en aquel momento. Fue entonces cuando una nube gris eclipsó su rostro y sobre la nube apareció nítidamente reflejado el rostro de Clara Aurora. ¡El espejo era realmente mágico! y reflejaba el rostro de la persona que él amaba.
Enebro, consumido por la emoción y la impaciencia, bajó al establo, ordenó que ensillaran su caballo y partió veloz hacia el palacio de Clara Aurora.  Pero su decepción fue grande, cuando se le informó, al llegar al palacio, que Clara Aurora había partido hacia el  Reino de las Brumas, como invitada de la Reina de la Tormenta, madre del príncipe Niebla; cumpliendo un protocolo de cortesía con su futura suegra, previo a la boda que se celebraría cuarenta días después.




XII. En marcha hacia el Reino de las Brumas

Pero, ¿cómo era posible que Niebla hubiera conseguido superar la prueba? Aún admitiendo que Niebla hubiera conseguido el espejo, era imposible que al mirarse Clara Aurora en él, viera el rostro de alguien a quien estaba completamente seguro que no amaba. El padre y la madre de la princesa le explicaron que Clara Aurora había manifestado, efectivamente, que el rostro que había  visto en el espejo no era el de Niebla, sino el de  otra persona, pero como era tenida por caprichosa, nadie la creyó y su padre accedió a conceder la mano de su hija al príncipe Niebla, por ser el primero y el único que había cumplido el deseo de la princesa.
Entonces Enebro hizo saber a los padres de Clara Aurora que él había conseguido también el espejo mágico y que pensaba que la princesa decía la verdad, o al menos era preciso que se mirara también en su espejo y esperar el pronunciamiento de la princesa respecto a este segundo espejo.
«Me temo que ya es demasiado tarde    dijo el rey ‑. La palabra de matrimonio ya está dada y no puedo romper la promesa. La Reina de la Tormenta es muy poderosa y desairarla traería graves consecuencias para mi reino.»
«Entonces partiré yo también hacia el Reino de las Brumas y conseguiré que sea Niebla quien renuncie a la mano de vuestra hija» ‑ contestó Enebro y dicho esto, se puso en camino hacia aquel lugar.


XIII. La Reina de la Tormenta

Cuando llegó al palacio  de la Reina de la Tormenta, se hizo anunciar como Enebro, príncipe heredero del Reino de la Selva Impenetrable y pidió que la Reina  lo recibiera en privado. Cuando estuvo frente a ella, le rogó que accediera a que Clara Aurora se mirase en el espejo que él traía y que permitiera decidir a la princesa con cual de los dos príncipes deseaba casarse.
«¿Qué motivos puedo tener para acceder a tu petición? Yo deseo que mi hijo se case con Clara Aurora» ‑ contesto la Reina.
«Si accedes a mi petición, te regalaré esta pequeña caja de madera que contiene en su interior un pañuelo de seda verde, que sin duda tiene propiedades mágicas ‑ dijo el príncipe, mostrando la caja que le habían regalado los monjes del Laberinto ‑. Tu poder será todavía mayor que el que tienes ahora. Si no lo haces, entonces utilizaré su poder contra ti, conseguiré mi objetivo y tus perdidas serán mayores que tus ganancias.»
«¿No te das cuenta de que puedo tenerlo todo sin darte nada a cambio, joven ignorante?» ‑ dijo la reina, en medio de una sonora carcajada ‑. « ¡Guardias de palacio!, detened a este insensato, traedme todas sus pertenencias y encerradlo en una mazmorra.»






XIV. Clara Aurora y la Reina de la Tormenta

Así  fue como Enebro se vio despojado del espejo, de la caja de madera y del pañuelo verde y arrojado al fondo de una mazmorra fría y sin luz. Pero la curiosidad de la reina vino en ayuda del desafortunado príncipe, ya que aquella no pudo resistir hacer la prueba del espejo que acababa de arrebatarle. A tal efecto, hizo llamar a Clara Aurora y le pidió que se mirara en el espejo. Ésta contestó que aunque el espejo era evidentemente distinto del que Niebla le había regalado, seguía viendo la misma imagen de un príncipe desconocido, que sin duda era el único que merecía ser su esposo.
«Eres una insolente ‑ contestó la reina ‑ pero ya perderás tu orgullo cuando te cases con mi hijo. ¡Vuelve a tus aposentos, no te necesito por ahora! En cuanto a ese joven príncipe que dices ver en el espejo, a estas horas se está pudriendo en  la más lóbrega de las mazmorras de este palacio y no volverá a ver jamás la luz del sol.»
Clara Aurora volvió a sus aposentos entristecida y allí permaneció toda la tarde llorando, pensando que la persona que la amaba y a quién ella amaba aún sin conocerle, estaba a pocos metros de ella y sin medio alguno para comunicarse.

XV. La Reina de la Tormenta y el pañuelo verde

Mientras tanto, la Reina de la Tormenta, ajena al sufrimiento de Clara Aurora, se entretenía averiguando los poderes de la caja mágica de la que acababa de apoderarse. Tenía un precioso broche dorado que no tuvo ninguna dificultad en abrir. En su interior encontró un hermoso pañuelo de seda verde y dada su natural coquetería, no pudo evitar anudárselo alrededor del cuello, al tiempo que se contemplaba en el espejo para ver el efecto que ejercía sobre su belleza. Pero su sonrisa se heló en sus labios cuando el nudo del pañuelo empezó a apretar su cuello sin que sus esfuerzos desesperados lograran aflojar la mortal ligadura, por lo que al cabo de unos instantes yacía en el suelo de su hermoso salón completamente exánime.
La servidumbre de palacio no tardó en darse cuenta del terrible acontecimiento, todos sus habitantes se arremolinaron confusamente en torno a la víctima. Nadie podía entender lo que había sucedido, ya que no había signos de violencia y la reina yacía frente al espejo con un hermoso pañuelo verde que rodeaba lánguida e inocentemente su cuello. Clara Aurora acudió también al salón y en medio de todo aquel desorden, le llamó poderosamente la atención la cajita de madera que estaba tirada en el suelo, junto a la malhadada reina. Como nadie parecía prestarle la menor atención, recogió la caja del suelo y la examinó detenidamente. En el interior de la tapa había una minúscula inscripción, que solo una persona con muy buena vista, como ella, podía leer, y que decía: «En el fondo del corazón está la llave que abre todas las puertas.» Vio que, en efecto, había un pequeño corazón pintado  en el fondo de la caja. Presionando el corazón, el fondo se abrió dejando ver un compartimento secreto que albergaba una pequeña llave de oro.

XVI. La llave de oro

Clara Aurora pensó que quizá aquella llave podía abrir la puerta de su prisión en aquel palacio y también la del príncipe encerrado en los sótanos de la torre. Aprovechando la confusión reinante, se dirigió a la torre y tomó la escalera que descendía a los calabozos. No encontró a nadie por el camino: los carceleros habían acudido todos a presenciar el fatal desenlace de su reina. Vio una figura acurrucada en el fondo de la más espantosa mazmorra que jamás pudiera imaginar. No pudo contener un grito de terror. Al oírla, Enebro levantó la vista hacia la reja de su prisión; entonces ella pudo ver su cara y exclamó: «¡Es cierto! ¡Eres tú!» Y sin la menor dificultad, introdujo la llave de oro en la cerradura de la celda y esta se abrió como empujada por una invisible mano de hierro, en medio de un espantoso chirrido.
El príncipe estaba mudo de asombro, no podía dar crédito a lo que estaba viendo ni a lo que estaba sucediendo, pero tomó a la princesa con una mano y con la otra su espada, que yacía apoyada en la pared y ambos corrieron hacia la salida. La llave de oro y el desconcierto de los habitantes del palacio les permitieron franquear todas las puertas. Todas menos la última: inexplicablemente, guardando la salida de la fortaleza estaba  el príncipe Niebla, con la espada en la mano, amenazante. Enebro situó a la princesa detrás de él para protegerla y dio un paso blandiendo su espada para afrontar la amenaza.



XVII. Duelo final

Clara Aurora se dio cuenta de que la llave de oro no podría abrir aquella última puerta, pero recordó la inscripción que había leído en la tapa de la caja: «En el fondo del corazón está la llave que abre todas las puertas.» De forma que, avanzando un paso, dijo: «Nada tenemos que ver con la muerte de tu madre, Niebla. Cuando sucedió, yo estaba en mis aposentos y Enebro injustamente encerrado en una mazmorra. Dos espejos he recibido y en los dos he visto el rostro de este hombre que es a quien quiero y si me casara contigo, tan solo conseguirías que ambos fuéramos desgraciados. Aún estás a tiempo de salvar tu reino y convertirte en un rey justo y respetado y no en un asesino triste y sin amigos, odiado por todos tus vecinos. Eres demasiado joven para convertirte en una sombra de ti mismo. Ahora tienes la ocasión de ganarte dos amigos para siempre a cambio de una esposa que nunca te amará y hasta es posible que evites encontrar tu propia muerte en este lance.»
Niebla pareció vacilar unos instantes que parecieron una eternidad, luego bajó la cabeza, envainó la espada y se alejó hacia el interior del palacio, sin decir nada; sin duda a disponer los funerales de su madre.
Clara Aurora y Enebro se casaron, al cabo de poco tiempo, en medio de una gran fiesta que fue recordada durante muchos años. Se dice que siempre contaron con el apoyo de un poderoso aliado a quien todos conocían como Rey Niebla y que tenía la facultad de hacerse invisible a voluntad, como desvanecido en la propia niebla.    
  
  

------------------------ FIN ---------------------------

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